Te invitamos a leer las primeras páginas de ‘Un incendio invisible’, de Sara Mesa, novela ganadora del Premio Málaga 2011.
La novela ‘Un incendio invisible’ estará en las librerías a partir del 20 de septiembre. Se presenta en Málaga el próximo 26 de septiembre y en Sevilla el 4 de octubre. Aquí tienes un adelanto del primer capítulo de este gran relato:
1. La llegada
A unos 20 kilómetros del centro de Vado, una vez enfilada la flamante autopista de Cárdenas, todavía podían verse los últimos barrios periféricos de la ciudad: casitas adosadas, urbanizaciones a medio construir, solares roturados y, más allá, los bloques uniformados de Bocamanga, de Petacas, de Pozolán, separados entre sí por manchas terrosas y verdes, enormes extensiones baldías y carreteras secundarias jalonadas por excavadoras y grúas dejadas a su suerte. Mirado desde el coche, el paisaje carecía por completo de vida. Solo de vez en cuando, entre las nubes deshilachadas en el cielo blanquecino, se distinguía una pareja de milanos volando con desgana a media altura. Un par de coches y un camión de pollos sin pollos cruzaron por uno de los carriles opuestos. Pudo oírse un graznido, pero no se supo de qué ave.
Las afueras de Vado, anunció el taxista mirando hacia adelante, ni más ni menos como las de todas las demás ciudades del mundo. Hoy nadie lo diría, continuó, pero aquellos habían sido barrios normales, quizá un poco más limpios y modernos de lo habitual, quizá con gente más feliz y tranquila que en el resto de sitios. Vado siempre había sido un buen lugar para vivir, añadió entrecerrando los ojos; eso era indiscutible.
Un conjunto de chalés pintados de rojo pasó como una ráfaga a través de las ventanillas. A pesar de la velocidad, Tejada se dio cuenta de que todos estaban deshabitados. La voz del taxista seguía retumbando en el interior del coche. Desde el asiento trasero, Tejada solo podía ver su nuca humedecida por el calor y las venas del antebrazo que se le marcaban sobre la piel descamada. Quizá el taxista esperaba alguna respuesta, pero Tejada permaneció con la mirada clavada en el salpicadero, sin romper su mutismo. El peso de aquel cielo sin color, como recién lavado en agua sucia, los inmovilizaba sobre la grisura del alquitrán. La sensación de quietud y de entumecimiento era oprimente. El taxista cerró los puños sobre el volante y aceleró. El silencio entre ambos comenzó a hacerse incómodo.
Avanzaron varios kilómetros más por la carretera vacía. La silueta de una cigüeña posada sobre una valla publicitaria se recortó en el horizonte calcinado. Tejada se concentró en las pequeñas señales del desaliento: los cristales calientes por el sol, el reflejo del polvo en el asfalto, el sordo rumor de los neumáticos. Ahora los edificios se iban espaciando y eran sustituidos por naves industriales y almacenes de venta al por mayor. Los bordes de la autopista estaban desbordados por rastrojos. Las adelfas de la mediana habían crecido tanto que invadían casi por completo los carriles contiguos. Todo continuaba insólitamente despoblado. Tejada apretó los labios y no preguntó nada.
Para llegar a la residencia, anunció el taxista, había que coger el siguiente desvío y después cruzar Nuevo Vado, una descomunal área de servicio. Tan solo un año atrás, explicó, toda aquella zona había funcionado como una especie de ciudad artificial, una réplica comercial de las calles del centro del auténtico Vado. La imitación copiaba el trazado y la arquitectura original, incluidos los edificios más antiguos –el ayuntamiento, la biblioteca central, el museo de historia natural, la iglesia de San Lázaro–, al modo luminoso y postizo de la Venecia de Las Vegas. Otros tiempos, escuchó Tejada que musitaba para sí el taxista en un tono nostálgico. Tiendas, restaurantes, parques de atracciones y hasta un casino –ahora ya cerrado– se extendían como manchas ilógicas en medio de la campiña desalmada. El inmenso aparcamiento desocupado también había pasado por tiempos mejores. Desde primera hora de la mañana las familias tenían que formar cola hasta que se quedaba un hueco libre. Salían y entraban decenas de coches cada minuto. También habían llegado hasta allí dos líneas de autobuses gratuitas y uno de los trenes de cercanías, atestado de adolescentes, de amas de casa y de jubilados ociosos. Pero eso era antes, suspiró mirando a Tejada por el espejo retrovisor. Ahora únicamente se veían algunos coches dispersos, familias sueltas y dos o tres camiones que traían –o quizá se llevaban– su mercancía sin vender.
Giraron hacia la derecha y tomaron una vía de servicio sinuosa, flanqueada de álamos. Al comienzo se indicaban los kilómetros que faltaban para llegar a New Life. Durante esta última parte del trayecto no se cruzaron con ningún otro coche. El taxi disminuyó la velocidad, como resistiéndose, hasta que en la distancia comenzaron a perfilarse las construcciones de la residencia, secas y gigantescas. Tejada se bajó y vio los tres grandes edificios formando una C, las placas solares reverberando bajo la luz declinante de la tarde, las parcelas marchitas, un huerto desbrozado y una piscina semiolímpica sin agua. La sombra había cubierto ya la mitad de uno de los edificios, resaltando sus aleros y sus fuertes pilares. Bien, se dijo Tejada, aquí estoy. Pagó al taxista y se encaminó despacio hacia la verja, arrastrando tras él sus dos viejas maletas de viaje.
El viejo estaba sentado en la puerta principal del edificio, sobre una especie de mecedora de paja con sucios colchoncillos en el asiento y el respaldo. Mantenía con firmeza su bastón de palo nudoso y se balanceaba arriba y abajo con la mirada perdida en el horizonte, los ojos acuosos, como recién de haber llorado. Tras él una de las cámaras de videovigilancia colgaba despedazada, pendida de un agarradero roto. Los jardines estaban tomados por la maleza y decenas de gatos salvajes dormitaban bajo los arbustos. La cabeza pelada le escocía por el sol.
–Salud, Viejo –dijo la Clueca al pasar en su silla de ruedas, y le guiñó un ojo obscenamente.
La silla de ruedas dejó tras de sí una nube de polvo. Malediciente y rencorosa, la Clueca se agarraba a ella con furia y giraba sus ruedas entre bufidos. Más que gorda, la Clueca resultaba excesiva. Sus carnes se desbordaban y temblaban constantemente, incluso cuando se adormecía en una esquina. A veces, la Clueca confundía las cosas y se insinuaba con impudicia a cualquiera, contoneando el torso hacia adelante. Intentaba seducir a los compañeros, a su enfermera, a cualquier paloma sucia que se cruzara ante su silla. Con las faldas arremolinadas como una gallina que empollara sus huevos, reía para sí misma con lascivia.
El Viejo, meneando a un lado y a otro su cuello desgarbado, la miró alejarse por el senderillo de grava.
–Esto que pasa ahora es el resultado de tantos y tantos excesos como hemos tenido… –murmuró arrastrando la voz–. Pero no se confíen: no es más que un escarmiento sin importancia, un anuncio pequeño y tenebroso. El verdadero castigo nos llegará después.
Las frases del Viejo eran hinchadas, solemnes. Hablaba con el ardor de un amante despechado. Clavó sus ojos en la espalda de la Clueca y elevó la voz.
–Ustedes siguen riendo, bailando, bebiendo cerveza y fornicando, pero el Ojo Sabio es capaz de anunciar todo lo que se nos avecina. ¿Para qué tanta cabina de hidromasaje, tanta sala de terapia y tanta cortina ignífuga? ¿De qué nos ha servido al final tanto progreso? Igualmente llegarán los buitres y nos sacarán los ojos, arderá todo este edificio y nos retorceremos entre las llamas, el infierno estará esperándonos con un aleteo infinito de cuervos y murciélagos.
El Viejo estaba ahora chillando. Sobre las comisuras de sus labios había comenzado a acumularse la saliva.
–¡Eh, Clueca, eh…! Pensaste cuando joven que seguirías así eternamente… pensaste que siempre tendrías a los hombres a tus pies y que tus hijos bendecirían la mesa que ponían para ti… creíste que el mundo entero estaba a tu servicio, que eras la Emperatriz Eterna, con tus joyas de oro y de plata… Ah, Clueca, ¡qué poco te queda ahora para sufrir los padecimientos más terribles, las plagas de langostas enredadas en tu pelo, las moscas en los ojos, las hormigas recorriendo tus piernas prodigadas! Mírate ahora, mírate y verás qué ha hecho el tiempo de ti: ¡ahí estás, condenada por siempre a tu silla de hierro, pegada sin remedio a tu culo apestoso! ¡Eh, Clueca! ¿Ni siquiera eres capaz de contestarme?
Una enfermera morena, de mirada huidiza, se acercó muy despacio hasta el Viejo. Lo tomó de las axilas y lo levantó casi sin esfuerzo, como a un trapo. El Viejo se resistió, maldijo, sacudió el bastón y permaneció con las rodillas flexionadas, negándose a caminar.
–¡Me quitarán el sitio si me voy! –gritó–. ¡No pienso moverme!
–Oh, vamos –contestó ella cansadamente–, le daré un colacao si se porta bien.
Al Viejo le brillaron los ojos. Aflojando el cuerpo, se dejó llevar a trompicones hasta el edificio lateral. Allí dobló la esquina y desapareció. Empezaba a caer la tarde y el patio se llenaba poco a poco de ancianos que salían con las mandíbulas apretadas. La mecedora de paja fue pronto ocupada por una vieja enjuta que balbucía agitando una barbilla pespunteada con gruesos pelos blancos.