El escritor Isaac Rosa pronunció ayer, día 22, el Pregón de la Feria del Libro de Sevilla 2014.
Reproducimos a continuación el contenido de su intervención.
Leer (nos) en las plazas
Isaac Rosa
Cada vez que se inaugura una feria del libro, todos repetimos el mismo tópico, que suele convertirse en titular de prensa: Los libros salen a la calle. Los libros toman la ciudad. Los libros ocupan la plaza. Eso es lo que sucede hoy: que los libros, y con ellos autores, lectores, editores, libreros, salimos a la calle. Tomamos la ciudad. Ocupamos la plaza.
Si lo decimos, es porque es algo excepcional. Porque pasa una vez al año. Porque el resto del año los libros no salen a la calle, ni los autores ni los lectores tomamos la ciudad, ni los editores ni los libreros ocupan la plaza.
Siempre que oigo esas expresiones celebratorias, me pregunto lo mismo: por qué es algo excepcional. Por qué solo una vez al año. Por qué los libros no salen a la calle más a menudo. Todos los días. Por qué los autores y los lectores no tomamos la ciudad permanentemente. Por qué los libreros y editores no ocupan la plaza para no moverse de ella.
Que no teman las autoridades, que no estoy proponiendo una acampada indefinida, ni siquiera una acampada de libros. Dentro de unos días todos nos retiraremos de la calle, de la plaza, del espacio público. Los libros, los autores, los lectores, los editores, los libreros. Regresaremos a nuestros interiores. Los libreros, a sus librerías. Los editores, a sus editoriales. Los autores, a nuestros estudios. Los lectores, a nuestros sillones. Los libros, de vuelta a sus estantes, almacenes, escaparates, bibliotecas. Como plantas de interior que no soportan demasiado la luz directa, el frío, el calor, la intemperie, el manoseo, la lectura compartida.
Estando hoy en Sevilla, que en muy pocos años se ha convertido en la capital de las bicicletas en España, pensaba precisamente en eso: en las bicicletas. Hace unos años, no muchos, todavía había días en que cuando se celebraba una fiesta de la bicicleta, y miles de personas pedaleaban juntas por las calles, la prensa titulaba como hoy titulan de esta feria, decían lo mismo de los ciclistas que hoy de los autores, lectores, editores y libreros: Las bicicletas salen a la calle. Las dos ruedas toman la ciudad. Los ciclistas ocupan la plaza.
Y sin embargo hoy no tiene sentido decir en Sevilla Las bicicletas salen a la calle, Los ciclistas toman la ciudad, porque hace ya tiempo que salen a diario, hace tiempo que los ciclistas tomaron la ciudad para no dejarla, ocuparon la plaza para no marcharse de vuelta a sus trasteros donde guardar la bici para cogerla en vacaciones.
Y pensando en esos ciclistas que han hecho suya la ciudad, me preguntaba si algún día ocurriría lo mismo con los libros: si llegará un día en que los libros se queden en la plaza, y aunque sigamos celebrando ferias, no tenga ya sentido decir Los libros salen a la calle porque estarán en ella, serán parte de la calle.
Si algún día los lectores circularán por la ciudad con la misma alegría y conciencia con que hoy circulan los ciclistas, montados en sus libros como estos en sus bicicletas.
Pero qué tienen que ver los libros con las bicicletas, me preguntarán. Qué tienen que ver los lectores con los ciclistas. Pues aunque no se lo crean, tienen mucho que ver. A mí, que como escritor soy aficionado a encontrar metáforas y paralelismos por todas partes, se me hace fácil comparar los libros con las bicicletas.
Mi hija Carmela, que está ahí sentada, ha aprendido a montar en bici al mismo tiempo que a leer. Y le cuesta distinguir ambas experiencias, las dos son para ella una forma primeriza de experimentar la independencia, la libertad, la primera escapada, el ensanche del horizonte, su propio crecimiento, de su cuerpo, de su cerebro, mientras lee, o mientras pedalea y avanza por un camino y siente ese gozo y ese vuelo que todos hemos sentido al montar las primeras veces en una bicicleta, algo similar al famoso piel roja del que hablaba Kafka, aquel que cabalgaba sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo. Habría desaparecido el manillar de la bicicleta, diríamos hoy.
Eso que tan bellamente cuenta Kafka, y que se parece mucho a montar en bicicleta por primera vez, es también una definición perfecta de leer, sobre todo de esas primeras lecturas, de infancia, de adolescencia, cuando uno es un piel roja, un lector todavía salvaje, sin civilizar, sin someter a norma alguna, y lee como si cabalgase un caballo veloz a través del viento, estremecido, sacudido, perdiendo las espuelas y las riendas según avanzan las páginas, hasta que todo desaparece, la habitación, quienes te rodean, el libro mismo, y el campo es una pradera rasa en la que todo es posible. Leer es entonces también una primera experiencia de libertad, de independencia, una escapada.
Al menos así recuerdo yo mis primeras lecturas, con la fascinación con la que mis hijas se zambullen hoy en sus primeros libros y yo las veo, felices, sin espuelas ni riendas, con la pradera rasa reflejada en sus ojos y todo el mundo por delante, toda la vida por delante.
Así sigo leyendo yo hoy, todavía algunas veces, pocas por desgracia, cuando algún libro, nuevo o viejo, me acelera ese galope y acabo soltándome, yo que como lector maduro, perro viejo después de tantos libros, agarro con fuerza las riendas y aprieto las espuelas y no dejo fácilmente que un autor me descoloque la montura, todavía hoy algunas veces acabo leyendo como mi hija cuando lee, como mi hija cuando pedalea.
He vuelto a las bicicletas. Porque no acaban ahí las semejanzas. La experiencia ciclista tiene también mucho que ver con la experiencia lectora, no ya solo en esos primeros momentos de soltarte y avanzar solo. O al menos tiene mucho que ver con lo que a mí me gustaría que fuese la experiencia lectora. Ese leer en la plaza, que no nos hiciese salir a la calle solo una vez al año.
Montar en bicicleta es una experiencia individual, incluso muchas veces solitaria, íntima. Pero los ciclistas parecemos tener una facilidad natural para generar comunidad, para socializarnos, para sentirnos próximos a los demás ciclistas, con los que empatizamos naturalmente, con los que surge una solidaridad espontánea, por sabernos todos vulnerables y a la vez tan fuertes en el esfuerzo del pedaleo, un sentimiento de fraternidad, de comunidad, de saludarnos, de ayudarnos, de cuidarnos unos a otros cuando circulamos.
La lectura es, como el ciclismo, una experiencia individual, solitaria, íntima. Pero, a diferencia del ciclismo, apenas consigue salir de esa soledad. Nos sentimos próximos a los demás lectores, sí, con los que podemos compartir mucho, pero no generamos comunidad, no nos sentimos parte del mismo grupo, no nos saludamos, ayudamos ni cuidamos. No hay solidaridad ni fraternidad en la lectura, si se me permite.
Aprendemos a leer de una determinada manera. Cuando dejamos de ser pieles rojas, cuando abandonamos la pradera, cuando nos domestican como lectores, y a todos nos acaba pasando, también le pasará a mis lectoras salvajes, mis hijas, cuando eso ocurre recluimos del todo la lectura. Hemos aprendido la lectura como algo privado, íntimo. Leemos a solas, leemos en silencio, leemos hacia dentro. Apenas dejamos que salga, que trascienda lo leído. Apenas lo compartimos.
Hay destellos, pequeñas islas. Clubes de lectura, librerías que generan su propia comunidad de lectores, algunos foros en Internet donde se comentan libros, algunos amigos que leen y hablan de lo leído. Pero son, insisto, destello, pequeñas islas. Lo habitual es que el libro sea esa planta de interior de que hablaba al principio, a la que apenas da la luz.
Entonces leer deja de parecerse a montar en bici, y miren que podía haber seguido estirando la metáfora, pues leer tiene algo de pedaleo, exige la misma constancia, en algunas páginas se hace cuesta arriba, en otras te deslizas hacia abajo sin dar pedales, a veces resbalas, te caes, pinchas. Fin de la metáfora, perdonen, vuelvo a tomar las riendas y las espuelas.
Leer, como decía, deja de parecerse a montar en bici, pese a esas semejanzas, y en todo caso se parece más a pedalear pero en una bicicleta estática, ese oxímoron mecánico que tantos tienen en el dormitorio, y que recluye la experiencia ciclista, te aísla del resto de la comunidad, mientras pedaleas sin avanzar un solo metro y sin más horizonte que la pared.
Así acabamos siendo los lectores, ya maduros: ciclistas de bicicleta estática, jardineros de frágiles plantas de interior.
Yo querría que leer fuese una forma de salir, no de encerrarse. No leer hacia dentro, como solemos hacer, sino leer hacia fuera. No leer con uno mismo, sino leer con los demás. Que los libros dejasen de ser lo que van camino de ser hoy: una experiencia irrelevante, que no trasciende, que cada vez importa menos, que como tal no consigue competir con las formas de entretenimiento hoy dominantes, con otras ficciones que hoy ocupan el espacio que antes tenía la literatura.
La literatura, pese al espejismo que hoy vemos en la feria del libro, en este momento excepcional de salir los libros a la calle, va en realidad perdiendo terreno, achicando su campo de juego o de batalla, acomplejándose respecto a otras ficciones que no solo son mayoritarias, sino que con todas las limitaciones que queramos sí salen fuera, si trascienden, si generan comunidad, por escasa y efímera que esta sea.
Como autor, y como lector, miro con envidia esas series y programas de televisión, o partidos de fútbol, que los espectadores comentan en las redes sociales mientras las ven, en tiempo real, comentando cada momento, creando la ilusión de estar todos juntos, aunque no lo estén, todos viendo a la vez lo mismo y comentándolo.
No quiero decir que esa sea la forma de trascendencia a la que aspiro para la literatura, la comunidad de lectores a la que querría pertenecer, miles de lectores tuiteando y dando me gusta a la vez a las páginas de un libro según avanzan en la lectura. No me quedo ahí, pero reconocerán conmigo que no estaría mal leer también así, encontrar al otro lado a los demás lectores que leen lo mismo que tú, incluso al mismo tiempo.
Compartir la lectura, trascender lo leído, generar comunidad con los lectores, es mucho más que tuitear las páginas de una novela. Tomar la plaza, la calle, la ciudad, en sentido metafórico pero también, por qué no, en sentido literal, significa hacer de la lectura un acto ciudadano. Incluso un acto político. Y sé que esta expresión da lugar a malentendidos, en días en que llamamos acto político a los mítines por las próximas elecciones.
Me refiero a hacer con los libros lo mismo que hacen los ciclistas con sus bicicletas: apropiarse del espacio. De la ciudad. De la polis. Apropiarse, o reapropiarse, de las plazas y calles. Transformar la ciudad mediante esa apropiación. Esa transformación de la que hablaba el antropólogo francés Marc Augé en un librito delicioso, Elogio de la bicicleta.
Una transformación, una apropiación, que por supuesto no es fácil al principio, ni está exenta de conflictos. Así también la toma de las plazas por los libros no sería fácil, también generaría conflicto, por contraste con una forma inofensiva de entender la lectura.
Me refiero a la bicicleta como agente transformador de la ciudad, al devolverle su dimensión humana y convertirnos en seres activos, conscientes. Transformar el ritmo de la ciudad, su velocidad, su aire respirable, su urbanismo, sus normas de circulación, su estado de ánimo. Los ciclistas se socializan, pero a la vez socializan la ciudad. La reconstruyen. La hacen más hermosa. Pocas veces es tan bella una ciudad como vista desde la bicicleta, a esa velocidad. Y basta un paseo a dos ruedas por Sevilla para comprobarlo.
Por qué no hacer algo parecido con los libros: que sirvan para transformar la ciudad, para sacudir la comunidad, para hacer el aire más respirable, para cambiar el ritmo de nuestras vidas, las normas con las que circulamos por ella, el estado de ánimo. Para reconstruir la ciudad, la sociedad, la vida. Para hacerla también más hermosa.
Espero que coincidan conmigo en que es un objetivo más que deseable, en estos tiempos difíciles en que vivimos. Qué necesario reapropiarnos de nuestras ciudades, de nuestra sociedad, de nuestras vidas, y transformarlas, hacerlas más respirables, más habitables. Hacerlas nuestras.
Que los libros se conviertan por tanto en una oportunidad de transformación. Y en una forma de resistencia. Porque también vivimos tiempos en los que hay que construir resistencias.
A buen sitio he venido a hablar de resistencia, dirán algunos. Decir librero resistente es una redundancia, todo librero es hoy un resistente, lo fue siempre, pero hoy más que nunca. Lo mismo que decir editor resistente, pero también escritor resistente, o incluso, por qué no, lector resistente.
Son tiempos de resistir, para la comunidad del libro, para la cultura en general, y para toda la ciudadanía. Resistir nuestras calles, nuestros barrios, nuestras comunidades, frente a tanta infamia como a diario conocemos, como a diario sufrimos.
La pregunta es: ¿sirve el libro para resistir? ¿Nos ayuda la lectura a construir esa resistencia? ¿Es el libro un refugio, un escondite; o puede ser también una trinchera desde la que luchar, para que la resistencia no sea un repliegue sin fin, de derrota en derrota?
La respuesta a esa pregunta está en lo que comentaba antes: en leer hacia dentro o leer hacia fuera. Que la lectura deje de ser solo un refugio. Que lo sea también, sí, porque muchas veces necesitamos un refugio. Pero si solo es eso, no nos sirve, porque el refugio que te ofrece es uno pequeño, frágil, donde solo cabes tú, y que al final no resiste cuando el lobo la realidad- sopla con fuerza. Que deje de ser solo un refugio para ser también esa trinchera cuando lo que necesitemos sea una trinchera.
Recuperar la lectura, con fuerza transformadora y generadora de comunidad, para que no sea una planta de interior, para que no sigamos pedaleando cada uno en su bicicleta estática. Leer con los demás, hacia los demás. En la calle, no saliendo a la calle una vez al año. Tomando la ciudad, que es nuestra. Ocupando la plaza, antes de que otros la vendan.
Leer en las plazas, leernos en las plazas. Leer los libros, leernos a nosotros en ellos. Pero también leernos, en plural, como expresión colectiva. Ser capaces de construir colectividad a partir de algo tan individual como la lectura. Que los libros produzcan una trama colectiva, nos conecten, nos hermanen con el resto de la humanidad. Que sean un territorio de fraternidad.
Leer en las plazas, leernos en las plazas. Es mucho más que leer sentados en los bancos de las plazas. Es leer otra vez como pieles rojas, como leeremos estos días en esta feria, cuando sí, los libros estén en la plaza y todos salgamos de ellos por una vez, en vez de encerrarnos en ellos.
Para terminar, mi deseo es que Sevilla, la capital de las bicicletas, sea también la capital de los libros. Para que dentro de unos años, cuando inauguremos la feria, no podamos decir: Los libros salen a la plaza. Porque nunca se fueron de ella.
Y para terminar una vez más hermanando libros y bicicletas, tomo las palabras con las que cerraba su libro Marc Auge: el decía ¡Arriba las bicicletas, para cambiar la vida! Nosotros podemos decir ¡Arriba los libros, para cambiar la vida, para cambiar el mundo!